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Desde finales de la primera mitad del siglo XX, doscientos treinta y tres municipios de Colombia son arrasados por la guerra, según el Centro Nacional de Memoria Histórica. Casi la cuarta parte del país es borrada por las acciones de los actores armados: desplazamiento, masacres, exterminio de los enemigos. En los años 40 y 50, La Violencia se alimenta del odio entre liberales y conservadores. Los militantes del partido conservador organizan grupos armados que, con la ayuda de la policía (denominada chulavita), persiguen, torturan y asesinan a sus contendores. En el sur del Tolima se reúnen grupos de autodefensa liberales y comunistas. Poco tiempo después, las guerrillas liberales (o los limpios) aceptan el ofrecimiento de perdón que hizo el gobierno de Rojas Pinilla y entregan las armas. Los comunes rechazan la amnistía. En este contexto surge una disputa entre limpios y comunes. Las FARC se conformarán a partir de los segundos, el Bloque Tolima, de los primeros.

En los 60, los limpios reciben apoyo del Ejército nacional para que ataquen a las guerrillas con ideas comunistas. Sin embargo, una nueva amnistía se produce y muchos de los guerreros la aceptan, pero el asesinato de Charro Negro provoca que los combatientes retomen las armas. Las familias campesinas y los guerrilleros se concentraron en las llamadas repúblicas independientes. Para entonces, el Estado desencadena ataques masivos contra estas poblaciones. Esta nueva faceta de la confrontación, desencadena el surgimiento de las FARC.

En los 80, el narcotráfico impacta a la sociedad colombiana: se transforman los negocios, la política, el Estado, la convivencia y, por supuesto, también la lucha insurgente. El dinero se convierte en combustible de nuevas formas de violencia. Por ejemplo, Pablo Escobar crea ejércitos de sicarios y paga por la muerte de policías, políticos, jueces, árbitros, reinas de belleza, jugadores de fútbol, militares, periodistas, sacerdotes, prostitutas, soplones, traidores, en fin, para asesinar a quien se opusiera a sus caprichos.

En esta década hay días en los que las guerrillas y los narcos cooperan: las primeras garantizan que la fuerza pública no destruya sembrados y laboratorios. Pero esta colaboración termina cuando el M19 secuestra a Nieves Ochoa y se desata una guerra en la que los traficantes crean un ejército privado (el MAS, es decir, Muerte a secuestradores), una fuerza capaz de dar duros golpes a los insurgentes. Con el tiempo, esos hombres contribuirían con los grupos de seguridad privada que operaron legalmente para proteger a propietarios de tierras y que, posteriormente, dieron vida a los grupos paramilitares.

De otro lado, el narcotráfico facilita el surgimiento de nuevos grupos sociales: los denominados traquetos, traficantes que se hacen ricos, alardeando, exhibiéndose; pero también los cocaleros, campesinos que se refugian en zonas de colonización y que, a falta de una mejor ocupación, se dedican a los cultivos ilícitos.

En los 90, un grupo de organizaciones guerrilleras se reintegra a la vida social y política del país, mientras que otras amplían su actividad, secuestrando, atacando la infraestructura petrolera y energética del país, intentando cercar a Bogotá y crear el caos necesario para tomarse el poder. Para entonces, también crecen los grupos paramilitares, ampliando su capacidad de acción, asesinando a todos los que consideraron como colaboradores de la guerrilla, apropiándose de las tierras de campesinos y generando las condiciones de seguridad que requirieron algunas agroindustrias, empresas mineras y ganaderos.

Con la llegada del siglo XXI, el 2001 es el peor año para el país: las más graves masacres, tomas guerrilleras, así como los más altos niveles de sevicia y crueldad fueron empleados por todos los combatientes. Para entonces, son comunes las llamadas pescas milagrosas, esto es, retenes organizados por las FARC para secuestrar a los viajeros.

Desde el 2002, las fuerzas armadas logran revertir la avanzada de la guerrilla, colocándola en retirada. Entre el 2003 y el 2006, se desmovilizan los grupos paramilitares. Con todo, tanto los dineros del narcotráfico como los de estos grupos financian las carreras de cientos de políticos, mientras que cientos de municipios se encuentran bajo el control de los actores ilegales quienes, además, también se financian de los recursos públicos.

 

Como se puede ver, desde los años 1950 se han desarrollado diversos esfuerzos por desarticular los grupos armados. Así que el acuerdo de paz que se ha firmado con las FARC, es otro paso en este largo proceso.

 

Sin embargo, se requiere lograr que el acuerdo efectivamente funciones, esto es, que se transforme el sector rural colombiano para que no sea caldo de cultivo de nuevas violencias, que las FARC reconozcan y reparen a las víctimas, que reciban las sanciones acordadas, que su participación política sea coherente con las reglas de juego institucionales y que los excombatientes se articulen adecuadamente a la vida económica, social y cultural de un nuevo país.

Como se ha podido leer, por lo menos tres generaciones han vivido la guerra, muchos no hemos vivido un solo día de paz, pues incluso hoy, está en pie de guerra el ELN. Queda mucho por hacer: sanar heridas, reconstruir territorios, crear nuevas oportunidades. Para lograrlo, es necesario recrear la narrativa de lo que somos, repensar las regiones, replantear la política, la convivencia, la educación, en fin, llenarnos de razones para ser optimistas. Tenemos el reto de re-escribir nuestra historia, esto es, ser capaces de lograr que, en unos años, no iniciemos un artículo como lo hemos hecho aquí, con el recuento de cuantos municipios fueron destruidos… Ojalá seamos capaces de decir que luego de siete décadas de violencia, hemos sido capaces de reconciliarnos (entre nosotros y con el medio ambiente), desarrollar las artes, las industrias y las ciencias. ¿Se anima a lograr este objetivo?

Visto 690 veces Modificado por última vez en Miércoles, 16 May 2018 22:17

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